Escena de pánico (Los perros)

El naufragio del alma. Dibujo del autor.

Segmento del Capítulo 8 de la novela Ser siempre todavía. Gregorio es un adolescente que se niega a ir a la universidad porque quiere convertirse en escritor. Su padre le da un año de gracia para que escriba algo de valor y demuestre sus capacidades, si falla, deberá estudiar una carrera respetable. La novela versa sobre «la lucha de las palabras por aparecer y el riesgo de callar para siempre«. El texto corresponde a la escena final del capítulo. Luego de que el chico tuviera una acalorada discusión con los intelectuales, entra en pánico de vuelta a casa.

*

La noche era ancha, como el desierto, pero la cúpula estelar estaba contraída, desinflada como una fláccida tripa. Gregorio sintió un extraño escalofrío al darse cuenta de que las calles estaban solas, como si del mundo los humanos hubiesen desaparecido. La luna llena estaba muy baja, inundándolo todo con su luz plateada. No había colores, solo gris azulado, pero aún en la palidez de la noche se sentía encandilado. Un chirrido lejano detrás de él atrapó su atención cortándole el aliento y helándole la sangre. Era un auto que escuchaba acercarse por la vía: una fiera de hierro acechando. Al girar para verlo, el monstruo de acero sobre ruedas le hizo un cambio de luces y a él se le antojó que el demonio le guiñaba los ojos con maledicencia, resonando el acelerador. Fue como si hubiese sentido un choque eléctrico en sus nervios. Comenzó a correr jadeante al sentir que el auto estaba acercándose más y más como un depredador sin titubeos hacia su presa. Despavorido, cruzó fuera de la vía principal, hacia las calles interiores.  Retumbaban sus suelas en la cúpula celeste, que se había inflado como un globo desde adentro, mientras la noche se encogía, apretujándolo contra las casas enrejadas de la callejuela en la que se había metido. El auto había seguido de largo, pero lo había arrojado a un laberinto macabro y ennegrecido. Por ahí también se llegaba a casa, pero es más escabroso el camino, no es el camino recto: el miedo lo había empujado al sendero torcido.

“¿Dónde estarán todos?” se preguntaba con la mente temblorosa y el pecho estremecido, porque todas las casas parecían deshabitadas. Tenía una extraña sensación, muy alarmante, muy agobiante y familiar, esa angustia le era conocida, pero no sabía de dónde ni cuándo, estaba sintiendo algo que ya había sentido, pero no sabía qué significaba ni en qué otra ocasión lo había sentido, sólo sabía que era algo alarmante, pavoroso, terrible. Gregorio casi se cae de espaldas del susto cuando estrepitosamente un perro se lanzó gruñendo sobre la reja contigua a la que iba caminando.  El animal rabioso y él se miraron a los ojos. De los múltiples pliegues de su hocico arrugado brotaba un líquido como la clara de huevo y de su imponente cuello musculoso salía un rugido como el de un terremoto. Dentro de sí, Gregorio le rogaba desesperado “No vayas a ladrar, por favor, te lo ruego, no vayas a ladrar”… y ladró. Como tres cañonazos, tres ladridos rompieron la noche. La cúpula reventó como un globo en estallido funeral. Todos los perros salían de sus puestos a ladrar. El estruendo del rugido se acrecentaba, se arremolinaba y crecía.  Pequeños y grandes, encadenados o sueltos, los canes se batían frenéticos ladrando ante el olor del miedo. Los ladridos se acumulaban uno sobre otro en los ecos de la noche, que caía sobre él como una manta arrojada por la Luna. Las rejas de las casas aplastaron al joven, quien no tuvo más que correr lleno de horror y desesperación. Huyendo a toda prisa, sentía que los demonios se liberarían y le darían caza. Lo derribarían y devorarían… y algunos estaban sueltos…

Extraviado en un laberinto de calles estrechas y casas enrejadas, huyendo de los perros y del manto del cielo que caía sobre él como una red, Gregorio llegó a su casa perseguido por la sombra canina que le amenazaba los talones. Esa rara sensación de que todo eso ya había pasado, que todo esto era un recuerdo de algo que ahora estaba viviendo.  Al llegar a casa se sintió aliviado de la noche opresora, pero el horror entró con él.  También la casa estaba sola. Se sentía amenazado por las paredes, especialmente por las esquinas: donde dos paredes se unen con el techo. No había líneas paralelas ni rectas. El pasillo era como un túnel ovalado, así como los umbrales de las puertas. Al atravesarlo a oscuras extendió sus brazos para tantear ambas paredes, le parecía que estaban muy lejos, que sus brazos se alargaban varios metros. El agua le supo amarga, la habitación era inmensa o minúscula según él respiraba y la cama no se le antojó rectangular, sino un trapezoide, como toda la habitación. Se acostó tanteando ambos lados del lecho con los brazos. Su corazón palpitaba fuerte. Con los ojos abiertos veía luces amarillentas agitándose en todas direcciones que asemejaban las burbujas del agua que hierve. Al cerrar los ojos, miles de figuras horribles como una tenebrosa sinfonía lo arrullaron hasta dormir.

L.M.V.