El firmamento azulado

Atardecer en Santiago de Chile. Foto del autor, 2019.

Capítulo de mi primera novela La investigación. Un profesor universitario es encargado de llevar a cabo una investigación sobre la violencia en Caracas que lo arrastrará hacia el interior de una espiral emocional y existencial. En este capítulo se entrevista con un psicólogo, con quien conversa sobre la relación entre la violencia y la infancia. La novela gira en torno a la maldición que significa vivir en una gran urbe.

Desconocía que este amigo de un amigo era un hombre aparentemente tan exitoso. Tenía un consultorio en una torre de vidrios azules en el este de Caracas que contaba ya muchos años pero que poseía el encanto de parecer que estaba recién construida. Amplias áreas verdes y esculturas monumentales abstractas. No hubo requisa. Me hicieron pasar muy amablemente y, si hubiese sido por mí, me hubiese quedado a vivir con la ascensorista. Hablaríamos mal de los perfumes de la gente y de la comida de los empleados. Nuestro amor ascendería a la azotea, se rodearía de espejos, con nuestras copias mirándonos las espaldas. No tendríamos nunca largas visitas, la gente sólo entraría y saldría de nuestro espacio con respeto e indiferencia. No nos preocuparíamos por la ropa, pues llevaríamos uniformes. Pero un amor de ascensor también descendería a los sótanos, o se estancaría en las mezzaninas. No hay amor perfecto, ni siquiera el de ascensor. La gente se deja engañar por la palabra y no entiende que aquello que llamamos “ascensor” es también un “descensor”; que el odio no es más que el amor que desciende.

El psicólogo fue puntual. La secretaria me hizo pasar y él estaba no detrás del escritorio, sino de pie. Me dio la mano con una sonrisa y se sentó junto a mí en un sofá

–Cuéntame, ¿de qué vamos a hablar?

–Pues –quise yo poner la voz también con un tono dulce y melodioso- estoy haciendo una investigación sobre la violencia en Caracas y quisiera contar con su participación.

–¿Una investigación de qué tipo?

–Pues, es como un documental en el que entrevistan a especialistas sobre un tema, sólo que en lugar de ser un video es un escrito.

–Entiendo. Tienes un guion, supongo. ¿Qué debo hacer?

–Sólo darme su opinión al respecto. Digo, su opinión como profesional.

–Sí, claro. Con gusto ayudaré en lo que pueda.

Se notó que el hombre fue tomado algo desprevenido. Se levantó y abrió una neverita camuflada que tenía bajo un estante repleto de libros que parecían organizados no por tema, sino por color y tamaño.

–Eres profesor de la universidad?–preguntó- Entonces de seguro que compartirás conmigo un trago –dijo mientras llenaba un vaso corto con vodka Absolut y juego de naranja.-El vodka es el alcohol del alcohólico. ¿Lo sabías?

–No… -respondí dándole las gracias por el trago.

–¿Te gusta el cine?

–Normalmente me duermo antes del final de la película –le respondí. Rió cortésmente, mientras se sentaba de nuevo a mi lado.

–Hay una vieja película muda llamada “Regeneración”. ¿No la conoces? Ok. El personaje principal es un mafioso que se hizo a sí mismo en la calle y logró ser respetado y temido. Hay una escena sobre la cual debes tomar nota para tu investigación. A la imagen del gánster tomando cerveza se le superpone la de un niño comiendo un helado. Incluso se deja entender que el hombre mismo es consciente de su situación, se ve a sí mismo como un niño comiendo un helado mientras bebe. El personaje había tenido una infancia carente de amor y desdichada. Seguramente nunca pudo disfrutar de una salida dominguera a comer un helado con ninguna familia. Ahora su familia es la pandilla y su helado es el vicio. ¿Lo captas? Ser adulto no es más que sublimar la infancia. Así como los astrónomos dirigen toda su atención al espacio lejano para entender el pasado del universo, para descifrar los enigmas del tiempo, así también los psicólogos debemos dirigir toda nuestra atención a la infancia, porque la luz de un adulto es como la de una estrella. Cuando miras al firmamento, miras el pasado remoto, miras un universo joven, pues las estrellas están tan lejos que su luz tarda miles de años en llegar a nosotros. Así también son las mujeres y los hombres: la luz de su vida proviene de la infancia. Cuando una estrella muere en el firmamento, bien que estalle como una supernova, bien que sólo se disipe en medio de la negra materia de la noche, ella ya había muerto hace mucho; hace millones de años quizá que ya no estaba entre nosotros. Así es la gente, yo lo sé. La vida de un hombre exitoso se acaba: se desbarrancó en la carretera, se disparó en un hotel. Nos sorprende, pero hace ya eones que no estaba entre nosotros. Nos iluminaba con una luz radiante y azulada y un día no estuvo más. Porque no es lo que está pasando ahora, es lo que ya pasó. Las personas son como el firmamento, muchas de nuestras estrellas que nos cobijan e iluminan ya están muertas. La vida que traían les fue secuestrada en la infancia.

>>La sociedad, el mercado, la política, todo eso es sólo un juego de niños. Un Einstein que traza su célebre fórmula relativista no espera en su corazón revelar el orden del Cosmos, es un niño que muestra su dibujo a una madre. “¡Qué lindo, mi amor!” es todo lo que espera oír. Pero no lo oye, mamá ya no está. La vida no está hecha de palabras o de estructuras. La vida no es una colección de pensamientos y logros. Mira eso ahí –señaló sus trofeos y títulos- eso no soy yo, yo no soy un hombre exitoso. La vida está hecha de abrazos y besos, de palabras de aliento y cariño. Un abrazo que das y recibes. Un abrazo materno: esa es la felicidad. La vida no son palabras porque el abrazo calla. Las únicas cosas que dos personas se pueden decir en un abrazo sincero son: “te quiero” o “gracias”. Y es que “te quiero” es sinónimo de “te abrazo”. Es una unidad, como las palabras del brindis no son nada sin beber, así también el amor no es nada si no acerca uno su corazón al del otro. Un niño que crece sin amor es un niño desnutrido y sus carencias se expresan en la forma de melancolía. La violencia no es más que frustración. La frustración de un niño que quiere consolar en su corazón a una madre que llora, que busca satisfacer y perdonar a un padre abusivo o ausente. La raíz de la violencia está en el niño. Un niño infeliz es una vida siempre en ruinas. Un niño infeliz: ese es el origen del mal.

Luego de esta sentencia quedamos en silencio, sentados uno junto al otro, mirando la noche caer a través del azulado ventanal mientras terminábamos nuestras bebidas. Se dejaban ver ya, en lo alto, entre las nubes, un par de estrellas brillando. Y las deseé brillando. Deseé que brillaran lejos, no aquí, sobre esta monstruosa tumba de vidrios azules al este de una ciudad maldita. Deseaba que brillaran allá, donde quiera que estuvieran siendo niñas, en su pasado infinitamente lejano de dulces y caramelos, de juegos y risas siderales. Las deseé brillando en los pueblos del interior del universo, en las placitas cósmicas de una galaxia joven, tomadas de la mano como estrellas gemelas, con sus cabezas desproporcionadas llenas de piojos espaciales. Las deseé brillando, pero estaban muertas. Sus luces habían viajado a la capital, habían llegado hasta el presente, habían atravesado la atmosfera azul hacia un agujero negro que las devoraría: Caracas. No habían explotado supernovas, se habían apagado tristes al ser desterradas de sus lejanos orígenes cósmicos, para terminar derramando agonizante su luz estelar en una ciudad sin astros, una ciudad sin vista al cielo, un mundo que no las necesita.

–Yo no recuerdo mi infancia –le dije.

–Es por tu edad. Pero mientras más nos vamos poniendo viejos, más la recordamos. Si no en nosotros, en los niños, en nuestros sobrinos o nietos. Pues es sólo cuando somos iluminados por su luz que podemos ver lo que quedó de nosotros.

Antes de salir quise abrazar a ese hombre opaco. Sólo le di las gracias y le estreché la mano.

L.M.V.